Querido Phil:

Querido Phil:

«Aún estás a tiempo.

Puedes dar media vuelta en este punto.

Nadie te juzgará.

Pide ayuda, no sufras en soledad».

¿Un cartel en mitad del camino prohibido? De repente, sentí frío. Mucho frío. Frío aislamiento. Frío fallecimiento. Me acerqué a él. Por detrás distinguí un pequeño acantilado con una especie de escalera natural hecha con guijarros que no inspiraban ninguna confianza, ni siquiera por su descomunal tamaño. Parecía el acceso al mismo Infierno.

Desde mi posición hasta la zona más baja del abismo había una altura de unos cuatro metros. Me puse al borde para contemplar el vacío desde mis ojos, también vacíos. Agaché la cabeza, hundida, y comencé a balancearme de manera inconsciente. Parecía un tentetieso. La quilla de un barco. La guillotina en lo alto del patíbulo. Uno de los vaivenes fue más impulsado que los demás. Sentí cómo el vacío me absorbía con su succionador poder, como si fuera una vagina insaciable.

Mi querida parte de mí: tienes tan metido el pie derecho en la tumba que no te será difícil meter el otro.

—¿Hola? —pregunté a la oquedad. El vacío parecía decirme «sé que estás deseando que alguien te abrace con sinceridad. Yo seré quien lo haga». Un sonido me sacó de tal letargo. Pareció el ladrido de un perro. ¿Mi locura? Desperté, aturdida. Me obligué a cerrar los ojos y dar media vuelta.

Echaba de menos mi teléfono. Al menos para algo más que sacar alguna fotografía de la experiencia. Pero qué a gusto se respiraba sin estar pendiente de las redes sociales, del WhatsApp, de los «me gusta», «me encanta», «me lubrica la soberbia», «me pone cachondísimo el ego». Qué maravilla no perder horas y horas consumiendo las neuronas ante las redes antisociales viendo imágenes de postureo, aunque seguro que habría quien pensara que la que perdía el tiempo era yo con aquella excursión a mi propia soledad…